Cualquier noche muere un hombre
Doce y seis de la madrugada, el celular brinca en la mesita de noche con ese acorde inconfundible al que suena un mal presagio. Es un mensaje de Marian: Acabo de ver en la tv que se murió Fidel. Todavía no me lo creo. Y ahora, ¿qué se hace??
Algo en mí sigue el curso del sueño, pero con los ojos en blanco tanteo autómata el camino a la sala, prendo la tele bajo para no despertar a mi compañera de piso, le paso por arriba a los cinco o seis canales. En Cubavisión están dando la edición del cierre del Noticiero, lo de siempre, las mismas informaciones que pusieron en el de las ocho: la visita del presidente de Honduras y otra tontera más.
Me cago en Marian que me despertó a esta hora, y que tiene que estar jodiendo, claro, porque no va a ser que esté muerto El Tipo y estén hablando la bobería esta. Apago, vuelvo a la cama. Mañana le echo la descarga o averiguo qué cojones le entró a la rubia. No sé, no estoy pensando en verdad, solo quiero coger de nuevo el sueño.
Me tumbo de vuelta a lo tibio de las sábanas, sin responder, sin preguntarme, lerda. Pero el celular comienza a sonar largo, con Marian ahora llamando: “Tunie, que yo lo vi, que salió Raúl diciéndolo… lo van a cremar… murió como a las diez y algo”.
Y de nuevo a la tele, que está ahora dando el parte del tiempo como si nada, y luego el de las deportivas con el juego de pelota entre Holguín y Matanzas. Marian sigue en mi oído divagando, sin colgar, como esperando a que yo atine a decirle algo, a decirle eso: qué se hace ahora.
Yo estoy como la gente del noticiero.
La escucho encargar cigarros a Fernando, con la urgencia de quien pide una aspirina para el dolor de cabeza en camino: “no sé si haya algo abierto a esta hora… busca en algún particular”.
Entonces salen al fin los locutores, con cara regular de locutores en una noche regular de cierre de noticias: “y repetimos la alocución del presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, Raúl Castro Ruz, al pueblo de Cuba”.
Fidel ha muerto.
Raúl, breve y preciso como siempre, me arranca una sonrisa amarga al pensar en el contraste de los dos hermanos. No hay en su discurso ni siquiera un dato más allá de lo que me ha adelantado mi amiga: que murió pasadas las diez, que será cremado como dejó dicho, y que en la mañana siguiente se informará más.
En el silencio acusador de la madrugada la voz de un vecino le socarronea a algún otro: ¡viste! y yo pienso que ese otro, como yo, o como los del noticiero, tampoco habrá alcanzado a creer que era verdad.
Vuelven a pantalla los locutores, un hombre y una mujer, con sus mismas caras profesionales, y de repente me sereno y me parece que por primera vez en tanto tiempo algo hace la prensa cubana bien. Esta misma gente dice todos los días cosas como “cientotantos muertos en Siria”, por qué deberían poner para Fidel una cara distinta.
El locutor cierra el asunto. “Y con esta lamentable noticia terminamos la edición de este espacio informativo”. Tiran los créditos; luego la programación habitual. Creo que una serie.
¿Qué se supone que hace uno a las doce y media de la noche con la noticia de que Fidel ha muerto? ¿Ver la serie? ¿Volver a dormir?
Yo, que honestamente no me siento fidelista, estoy sentada en la esquina de mi cama combatiendo la sensación confusa de que debiera llamar a mucha gente; dar el aviso como si se tratara de alguien de la familia y de repente tocara ahora encargar flores, café, papeleo, o a alguien que esté con mi madre allá en Camagüey para cuando le llegue en la mañana el batucazo de la noticia.
Qué sensación tan rara, Dios mío. Saber que no hay un cubano que pueda sustraerse de la arrasadora imantación de este hombre.
Lo veo venir todo: las fotos burlonas en Facebook y los hurras de amigos del alma como mi hermanito Eliecer, que estará tan contento allá en Miami de que al fin se haya partido el Fifo; y las lágrimas sinceras del papá de Melián, un nagüe humilde de Santiago de Cuba que tiene al “Caballo” en la sala de su casa, más grande que la foto de cualquier hijo.
Los documentales melosos y beatificadores de la prensa oficial cubana; y también la venenosa salutación de los homólogos opuestos, que son igual de mediocres pero a la inversa, como una foto y su negativo. El “no se rinde nadie” y el “ahora sí se cae esto”.
Todo lo veo venir y lo entiendo. Este tipo fue un dios terrible dio tierras con las mismas manos de quitarlas; que cercenó la libertad de expresión divergente en su país con el ejercicio de los mismos cojones con que nos llevó a plantar bandera frente a la principal potencia económica del mundo; que democratizó la educación y el sistema de salud y acabó con la economía nacional y doméstica. Le debemos y le culpamos por todo lo sucedido en los últimos cincuenta y tantos años del país.
Tuvo el poder demasiado tiempo en sus manos y eso, la soberbia, se paga ante el imaginario colectivo con severidad sin importar si se la ha ejercido como un sacerdocio o como un capricho. Ahora pareciera ser que no le queda otra que ser santo o demonio; idolatrado u odiado. En cualquier caso, caricatura de sí mismo.
Yo, a esta hora confusa, me pongo a pensar cosas tan absurdas como qué versión darán finalmente de él los libros de historia dentro de diez años. Mis hijos por nacer, que no lo conocerán pero sí al país que dejó, … ¿leerán del dictador o del profeta? ¿cuál versión les parecerá menos mentira? ¿alcanzará mi claridad para tejer un cuento justo y propio?
¡Tanto drama!, me regaño en mi insomnio, ha muerto un hombre. Hace ya un tiempo decidí quedarme en este país a pesar y al margen de él, de todo; no tener Dios pero tener fe. Y echar palante con toda la mierda y con todo lo inmenso que hicieron de nosotros.
En el fondo quiero creer que podemos como nación sobrevivir al caudillo, sobrevivir a su paso y a su muerte, al peso de los tantos años de su presencia y al vacío de no saber qué hacer luego sin él.
Sé que las tantas cosas a las que temo en este instante ya están sucediendo hace rato, discretamente, sin mi concurso, sin el concurso de los miles, sin que nos enteremos: la repartición del pastel nacional, la entrada indiscriminada del capital foráneo, la capitalización de esto que nunca llegó a ser un socialismo, la negación de los principios por los que llamaron a sacrificio a tantas generaciones. Habrá mejor y peor, pero sobre todo habrá distinto, y acaso solo por eso nos parecerá bien.
Y nada en realidad será de repente, ni porque en esta noche Fidel haya muerto; pero el simbolismo del momento nos lleva a todos precisamente a estas horas a pensar al fin en el asunto, a preguntarnos quizá por vez primera en voz alta, unos a otros, como mi amiga Marian: y ahora qué va a pasar… qué vamos a hacer.
Todos culpábamos o agradecíamos al Comandante por la ruina o los logros de este país, y ahora que no está me pregunto: ¿a quién pondremos en el pedestal o en el cadalzo?
Desde California suena en mi móvil la última llamada de la madrugada. Otra voz hermana, sin matices, sin alegría ni espanto, me dice el ¿ya supiste? que espero. “Mija, no salgas a la calle, ni estés escribiendo nada”, aconseja desde el otro extremo la emigrada histeria colectiva.
Nada inminente, apocalíptico o caótico pasará. Cómo explicárselo a los que aún no entienden los cursos subrepticios de la historia.
En la mañana saldremos a enterrar simbólicamente una era en el cuerpo gigante de este hombre, algunos socios quizá nos iremos al malecón a darnos tres tragos y otra vez arreglaremos a Cuba ahí, como si fuera posible. Luego vendrá lo que sea que ya camina, y parecerá que ha llegado porque Él se fue; y empezaremos poco a poco a conocer a los camaleones que han sabido el color exacto que poner en la piel a cada momento, para mantenerse posicionados en el lugar preciso de la espera.
Yo solo quisiera dejar mañana, en alguna parte, una rosa blanca.
De alguna forma mis padres (él de familia burguesa, ella hija de un vendedor proscrito de café y carne de vaca) se conocieron por la locura de Fidel de hacernos iguales a todos y ponernos a estudiar en las mismas escuelas y a pasar los mismos trabajos. También de alguna forma su divorcio se debió a los tres años que el país atrincherado bajo su mando decidió hacernos esperar como familia para el otorgamiento de aquella carta blanca de reunificación familiar.
Quizá solo quiero decir que agradezco y perdono. A fin de cuentas, aunque sepamos que no es tan así, es solo un hombre que ha muerto. Lo importante es no olvidar. Pero no olvidar NADA.
* Tomado del blog Nube de Alivio